CARLOS CASTAÑOSA CALVO
Es abrumador y muy molesto para quienes nos gusta, por ejemplo, el fútbol televisado, sufrir el masivo aluvión de incitaciones a apostar por tal resultado, por el autor del primer gol, o en qué minuto se marcará el segundo.
Para aquellos que no nos interesa el juego, en su aspecto
patológico relacionado con la ludopatía, son un auténtico incordio los
reiterativos anuncios de “prestigiosas” casas de apuestas, donde se ofrecen
incentivos, como un fondo inicial gratuito para enganchar al futuro cliente,
que devolverá con creces el aparente regalo envenenado, envuelto en papel de
celofán y con lacitos de colores para camuflar la trampa interna.
Para colmo, se promocionan con risueñas imágenes de figuras
triunfantes del deporte que juegan al póquer y ganan con expresión de gloria,
como si con un gol suyo se acabase de ganar la champions. O deportistas de
primera fila, aquellos que promocionan inocentes cremas hidratantes para los
hombres de éxito; pero aquí se dedican a jugársela, muy sonrientes, con las
apuestas de tal casa especializada que, para mayor escarnio, patrocina a su
propio equipo.
El problema parece radicar en la barbaridad de pasta que se
mueve alrededor de un ámbito nocivo para la sociedad en general, y para las
víctimas específicas que terminan sufriendo una adicción perniciosa de muy
difícil salida.
La ludopatía puede parecer una broma inocente por sus
connotaciones con el juego y actitudes primarias del ser humano, propenso al
divertimento desde su primera infancia. Pero la gravedad de dicha patología,
una vez desarrollada y con pocas posibilidades de rehabilitación, es un gran
destrozo para muchas familias, al mismo nivel que la más virulenta de las drogadicciones;
pues la capacidad del enfermo de mentir al entorno para obtener dinero que
invertir en su obsesiva dependencia, es capaz de arruinar cualquier estructura
familiar y relaciones aledañas, hasta que se le descubre cuando ya suele ser
demasiado tarde para reparar el destrozo causado, e iniciar un proceso de
rehabilitación con pocas probabilidades de éxito.
La otra cara perversa del negocio de las casas de apuestas
es la sistemática estrategia organizada para captar a los más jóvenes. La
proliferación de dichos establecimientos suele desarrollarse en áreas
periféricas de las capitales, en barrios donde la precariedad laboral y
necesidades económicas crean un caldo de cultivo propicio, para estimular
fantasías ilusorias en chavales a los que se les inocula el agradable acceso al
dinero fácil, con resultados terribles en algunos casos, donde también falla la
protección al menor que, en este mercado, parece no interesar a los negociantes
ni a las autoridades.
En ambos casos, la eclosión urbana de casas de apuestas por
doquier y la publicidad online, producen un daño progresivo que necesita ser
acotado con leyes preventivas, disuasorias y restrictivas; al mismo nivel que
se hizo con el grave problema del tabaquismo, como lacra cívica y atentado
contra la salud pública de los ciudadanos pasivos. Una alarma social que se
palió mediante medidas legales y prohibiciones que han conseguido, en parte,
marginar a los fumadores recalcitrantes que alegan su derecho personal a
maltratar su salud, con la contraindicación de contaminar a los demás. Parecido
al derecho de libertad de expresión, cuyo límite alcanza hasta donde aparecen
los derechos al honor del prójimo afectado por humos indeseables.
Algunos países civilizados de nuestro entorno ya se han
percatado del riesgo social y humanitario que supone la exaltación pública de
las apuestas online y de los “garitos” al respecto, y han aplicado medidas
adecuadas a limitar la divulgación patógena de una ludopatía masiva.
La contrapublicidad obligada de “el tabaco mata” impresa en
los paquetes de cigarrillos, ha conseguido crear conciencia popular contra el
nocivo vicio del tabaquismo. En pocos años hemos pasado a disminuir
drásticamente su consumo. De modo que se ha erradicado la imagen glamurosa de
encender un pitillo, inhalar la nicotina alquitranada y expulsar el humo hacia
el prójimo cercano, revertida hoy como gesto de marginalidad intelectual. La
expresión de esta evolución conceptual la tenemos en el cine moderno, donde
solo fuman los malos de la película o elementos barriobajeros en exclusión
social. Pasó a la historia el “duro” Humphrey Bogart en blanco y negro, pitillo
en la comisura; el carismático Orson Welles fumándose un puro; o Lee Marvin de
cowboy anunciando Marlboro. Hoy serían impresentables en una entrevista de
TV Hemingway y el propio W. Churchill
con un ostentoso puro en la mano.
Todavía quedan reductos por conquistar en favor de la
convivencia normal, hasta que se erradique definitiva y totalmente una adicción
que solo reporta contaminación ambiental, problemas de salud colectiva e
incremento brutal de gastos sanitarios que inducen, en algunos países
civilizados, a denegar tratamiento médico a quienes mantienen su dependencia
patógena.
Es por lo que, antes de alcanzar cotas de irreversibilidad
con la ludopatía, conviene aplicar ya los medios restrictivos adecuados para
proteger a la población de un quebranto en progresión inquietante si no se
corta en seco.
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