mércores, 10 de febreiro de 2016

La niña de Allende exiliada que programa los conciertos de El Sol

Marcela San Martín huyó de la dictadura chilena y, tras pasar por Perú, Cuba y la República Democrática Alemana, recaló en Madrid, donde dirige una de las salas más emblemáticas

Marcela San Martín, responsable de la programación musical de la sala El Sol de Madrid.
Vivió el derrocamiento de Allende, la Cuba de Castro, la vida de los otros berlineses de Honecker y los estertores de la movida de Tierno. El itinerario vital de Marcela San Martín (Santiago de Chile, 1967) discurre en paralelo a los mojones históricos del último cuarto del pasado siglo, hasta que echó el freno en una democracia española a la que todavía no le habían salido los dientes de leche. Hoy, a dos paradas de los cincuenta, su acento no remite a pasado alguno, como si su único ecosistema hubiese sido éste.

Marcela tenía cinco años cuando su padre desapareció. Tres días antes del golpe de Estado de Pinochet, Miguel Ángel San Martín dejó de ir por casa y se atrincheró en los estudios de Radio Corporación, ubicada frente del Palacio de la Moneda. “Sabía que era inminente y prefirió estar al pie del cañón en la emisora, donde trabajaba como jefe de los servicios informativos”, explica su hija, entonces confinada con su madre y sus dos hermanos en un piso del barrio de Las Condes.

Habían decretado el toque de queda y, a lo lejos, se escuchaban los disparos y los bombardeos. “Mi madre se llevó los colchones y las mantas al pasillo, lejos de las ventanas”, recuerda Marcela, cuyo apartamento distaba cuatro manzanas de la residencia presidencial. Mientras, Miguel Ángel se encaramaba al tejado de la emisora para huir de las represalias. Era el 11 de septiembre de 1973, la antena de Radio Corporación había sido saboteada y la comunista Radio Magallanes tomaba el relevo para difundir las últimas palabras de Allende.

“Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano”, declara el presidente chileno antes de morir de un tiro en la cabeza. “Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”. Acto seguido, sonaba Quilapayún con su El pueblo unido jamás será vencido. Vencerían, en cambio, los alzados.
Seis días después, Miguel Ángel, que había permanecido escondido junto a sus hermanos, logra saltar la valla de la Embajada de México, que lo traslada al DF. Su esposa decide seguir sus pasos y aterriza en Perú, donde son recibidos con honores. Las autoridades las habían tomado por unos líderes socialistas, cuando sólo eran una mujer en busca de un marido y tres mocosos a la procura de un padre. Se reencontraron en La Habana, donde el Gobierno cubano habilitó el Hotel Presidente para acoger a los exiliados chilenos. Allí también recaló Beatriz, una de las hijas de Allende, que cuatro años después del golpe pondría fin a su vida.

Miguel Ángel, que hoy ejerce de periodista y locutor en Chillán, donde nació hace setenta años, tuvo que elegir entre Albania y la República Democrática Alemana. Escogió Berlín Oriental, adonde llegaron el día que Marcela cumplía siete años. “Fue muy duro. Quería pasar desapercibida en un país extraño y la supervivencia me llevó a hablar alemán en dos meses”. Apenas queda rastro del idioma en su memoria, pues cuatro años después la familia partió hacia San Lorenzo de El Escorial, invitados por el exsenador chileno Erich Schnake, jefe de gabinete del entonces presidente madrileño, Joaquín Leguina.

“Elvis, Beatles y Rolling Stones eran el demonio capitalista. Pasé de escuchar clandestinamente a Boney M. y ABBA a volverme loca para encontrar una emisora de radio en Madrid, porque el aparato lo había comprado en la RDA y no tenía F.M.”, explica Marcela, que pronto abriría sus oídos a Kaka de Luxe y Alaska y los Pegamoides. De El Escorial a Leganés, de Leganés a Alcorcón, su vida es la crónica de un éxodo. “Y pensar que ahora miramos con lupa a los refugiados…”, reflexiona esta exiliada chilena. “Mis padres no tenían trabajo. Éramos felices, pero sin dinero, hasta el punto de que a veces nos mandaban a la cama sin cenar porque no había qué comer”.

Su madre, que había estudiado Filología Inglesa y ejercido como maestra infantil, encontró un puesto como animadora sociocultural en la Universidad Popular de Alcorcón. Su padre se reinventó y, antes de hacerse un hueco en el Ayuntamiento de Leganés, fundó revistas y radios locales. Ella estudió Publicidad y, con veinticinco años, se enroló en la sala Siroco, una cueva de Malasaña que ha ejercido de plataforma de lanzamiento de bandas alternativas. 

La experiencia acumulada la lleva, de la mano del músico y diseñador Víctor Coyote, a la sala El Sol. Desde 1995, ha sido testigo de la evolución de la música española e internacional. Es más fácil enumerar qué bandas no han pasado por aquí que citar los combos que se han dejado caer por el sótano de la calle Jardines. La lista es ingente y, a pesar de que el espacio no da para más de 299 personas, se han colado grupos de calado. Por ejemplo, durante la gira de tapadillo de First Impressions of Earth, The Strokes eligieron seis locales de pequeño aforo para presentar su tercer disco en Europa. “Tenías que ver las maniobras de un camión de trece metros para llegar a la puerta y descargar el material”.

El Sol es una institución madrileña. Fue fundada en 1979 por Antonio Gastón (un arquitecto donostiarra con querencia por la bohemia cansado de la grisura de San Sebastián) entre las paredes que antes acogían la discoteca Malambo, volcada con el folclore hispanoamericano. Fue un soplo de modernidad, madriguera de la incipiente movida. “El garito más bonito, libertario, liberal y libertino del flamante Madrid democrático”, en palabras del periodista Miguel Mora. Una de las pocas salas de conciertos que sigue mimando al público al ofrecerle la cerveza en botella y por un módico precio, no en vaso de plástico y por lo que cuesta un riñón. 

El apunte no es baladí. “La gente es respetuosa hasta en los conciertos del grupo más punki, y eso que entre los músicos y el público sólo median tres escalones”, justifica Marcela, quien recaló en la sala cuando ya la dirigía Nacho Moreno. A punto de cumplir cuarenta años en la brecha, cada enero celebra su aniversario con un mes de conciertos en el que rescata a las viejas glorias que han pasado por aquí, de Antonio Vega a Los Ronaldos. “Lo más gratificante es ver la cara del público”, confiesa Marcela, responsable de la programación desde hace seis años. Por lo demás, todo (la escalera de caracol, el camarero de pajarita, la cortina roja del escenario…) sigue igual desde entonces. Igual de bien. Bien mejor.

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